Los retratos miniatura empiezan a desarrollarse de forma profusa a partir del siglo XVIII. Pintadas al gouache sobre vitela, tablillas de marfil o naipe, las miniaturas corresponden a la faceta más íntima de la pintura, pues solían pertenecer a la esfera de la vida privada, aunque también desempeñaron una función de Estado, ya que los monarcas regalaban pequeños retratos con motivo de diversas celebraciones. En España, a estos pequeños retratos se les conocía como retraticos o retratos de faltriquera. Con el ascenso de la burguesía hay un gran repunte de este tipo de obras. Esta nueva élite hizo suyas las convenciones que hasta entonces sólo estaban reservadas para la monarquía y la nobleza y comenzó a encargar pequeños retratos de los miembros de la familia. Con la aparición de la fotografía, estos encargos prácticamente desaparecieron.
El marfil se empleaba como soporte de muchas miniaturas y no tanto por la nobleza del material, sino porque su tono translúcido y blanquecino se usaba para las carnaciones. Cuanto más fina era la lámina de marfil, más delicado era el resultado del tono de la piel. A veces se colocaba una lámina de pan de plata, de cobre plateado o de un metal dorado por detrás de la miniatura porque su reflejo ilumina la carnación desde el interior y aumenta la profundidad de las sombras. En otros casos se utilizaba lo que se llamaba “tiza roja”, un cartón rojo que “calentaba” las carnaciones y daba un tono vivo y saludable al personaje. Habitualmente las miniaturas se pintaban con gouache o acuarela, con pinceladas finísimas o puntillistas en especial en los rostros. Para facilitar los trazos con los pigmentos solubles al agua, se preparaba la lámina de marfil con hiel de buey o se pulía la superficie con polvo de piedra pómez. Finalmente, para proteger y dar consistencia a la tablilla, se pegaba en su reverso un papel, una vitela o un cartón.