Los retratos miniatura empiezan a desarrollarse de forma profusa a partir del siglo XVIII. Pintadas al gouache sobre vitela, tablillas de marfil o naipe, las miniaturas corresponden a la faceta más íntima de la pintura, pues solían pertenecer a la esfera de la vida privada, aunque también desempeñaron una función de Estado, ya que los monarcas regalaban pequeños retratos con motivo de diversas celebraciones. En España, a estos pequeños retratos se les conocía como retraticos o retratos de faltriquera. Con el ascenso de la burguesía hay un gran repunte de este tipo de obras. Esta nueva élite hizo suyas las convenciones que hasta entonces sólo estaban reservadas para la monarquía y la nobleza y comenzó a encargar pequeños retratos de los miembros de la familia. Con la aparición de la fotografía, estos encargos prácticamente desaparecieron.